¿Hasta cuándo?

«—¿Crees que algún día árabes y judíos podremos volver a vivir juntos? —le preguntó Aya mientras se secaba las lágrimas.
—Sólo cuando haya tantos muertos que resulte insoportable una muerte más. Entonces los hombres se sentarán a hablar. «

Este fragmento forma parte del libro de Julia Navarro, Dispara, yo ya estoy muerto, y con él finalizaba la entrada que escribí y compartí en mayo de 2021, hablando -como lo hacen las páginas de la novela- sobre el conflicto palestino-israelí. Terminaba mi texto justo tras esas reflexiones de los protagonistas al que añadí un «Me temo que no». Tristemente no me he equivocado.

Solo hace falta asomarse a los informativos de estos últimos 20 días y comprobar cómo un Israel, un estado conformado y respaldado por la comunidad internacional sobre la ocupación de Palestina, mata de forma indiscriminada, responde con bombardeos aleatorios sin que la comunidad internacional diga: ¡basta ya! Mantiene desde el día uno de este nuevo ataque (a los que viven acostumbrados en Gaza) un silencio vergonzante, respaldado abiertamente con las fotografías pertinentes junto al primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu. Y hablamos del Estado, no lo confundamos con la población judía.

Por supuesto que el terrorismo debe ser condenado siempre. Se ha hecho ahora y espero que se siga haciendo, pero… ¿y la respuesta aterradora y horrible que está manteniendo Israel es justificada? Como bien dijo en su momento el alto representante de la UE, Josep Borrell, «no añadamos horror al horror» recordando que las víctimas del conflicto tienen el mismo valor unas que otras, que vale lo mismo una vida palestina que una israelita. ¿A qué están esperando para pronunciarse abiertamente como se ha hecho por ejemplo en el caso del ataque de Rusia a Ucrania? -guerra que por cierto ha pasado a segundo plano-.

Imágenes imposibles de ver. Niños que tiemblan de miedo; pequeñas que se hacen cargo de sus hermanos menores porque su madre y padre han fallecido; el periodista que traslada a la zona «supuestamente segura» a la familia y mientras retransmite en directo conoce la muerte de sus dos hijos y mujer…y así día tras días, víctima a víctima.

¿Y si cambiamos las imágenes -que siempre nos permiten mirar hacia otro lado cuando nos resultan incómodas- por cifras? 20 días de enfrentamientos, perdón, de ataques de forma indiscriminada desde Israel a a franja de Gaza.

Antes y después del norte de la Franja de Gaza. Imágenes de satélite tomadas por Maxar Technologies

Vamos allá: 20 días, el 70% de la población, esto es un 1,4 millones de personas se vieron obligados a abandonar sus casas, sus hogares para buscar refugio o una vía de escape. Los bombardeos e incursiones han supuesto en dos semanas la destrucción completa o parcial de 164.000 viviendas; la demolición total de 5635 edificios residenciales; bombardeadas 67 sedes gubernamentales; 31 mezquitas e iglesias; hospitales y escuelas.

Y ahora os pido que por un momento, penséis en uno de vuestros hijos o hijas, sobrinos, abuelas, padres, parejas… en esos seres queridos que forman parte de vuestro día a día. Deteneos un momento y visualizarlos a ellos y qué sentís y os hacen sentir… bien. Sigamos con las cifras.

En 20 días Israel ha asesinado -según cifras oficiales hasta el momento- a más 6700 personas (padres, madres, abuelos, hermanos…). De ellas, cerca de la mitad, 3038 son menores de quince años, son niños y niñas; 1726 mujeres y 414 ancianos, en 20 días, es decir, unas 335 vidas al día. No computamos aquí a los heridos, graves y leves, las pesadillas y secuelas psicológicas que padecen y padecerán; la pérdida del refugio del hogar, la orfandad…

Sigamos en su piel. En el mejor de los casos se trasladan a los hospitales aterrorizados, en el peor de ellos heridos pero muchos de estos centros sanitarios no existen y sobre todo están colapsados. Los heridos se multiplican por el suelo, los quirófanos apenas pueden operar y si lo hacen es sin anestesia. No hay recursos médicos, y la falta de energía y combustible impide que las ambulancias puedan hacer su trabajo; los generadores ya no dan apbasto y no son suficientes y mientras Israel no cesa los bombardeos.

Intentémoslo de nuevo, por un momento intentemos sentir el horror de quienes viven sumidos en continua sonar de sirenas y bombardeos durante todo el día. De aquellos a los que se «anuncia» el siguiente ataque o incursión por tierra. Inténtalo y ahora piensa que desde hace más de once días no tienes agua potable. Israel ha cortado la electricidad, lo que impide a las desalinizadoras que depurar el líquido que precisan. Niños y mayores se han visto obligados a beber agua del mar y mezclada con residuos. Solo reciben disponen en este momento de 3 litros de agua al día. En los camiones humanitarios que, a cuentagotas dejan pasar, trasladan 60.000 litros de agua, cuando la población de Gaza precisa una media de 33 millones de litros.

Y esto ocurre con el beneplácito de la Comunidad Internacional, que en esta ocasión ha tomado parte claramente apoyando al Estado de Israel, que recordamos hace varias décadas, nacía tras un acuerdo de despacho en el que se le daba la razón a su creación sobre un territorio que había ocupado: Palestina.

Pero no se trata ya de lo que no se ha hecho en décadas si no de una realidad brutal que está pasando ante nuestros ojos, que se retransmite en directo anunciando Israel, sacando pecho, cada ataque que realiza contraviniendo todas las normas, leyes y derechos ratificadas hace décadas para «humanizar» las guerras.

Ni una sola petición por parte del mundo occidental de «alto al fuego». Silencio. Mirar para otro lado y como mucho -y tras cinco horas de largas negociaciones- la petición por parte de la UE, 20 días después, de la apertura de corredores humanitarios y el acceso de ayuda. Y ya está. Lavar la cara ante la masacre que se está cometiendo con la población de palestina.

Un genocidio «respaldado» por occidente que incluso llega a afear al secretario general de la ONU, António Guterres, cuando dice públicamente algo que se espera de un representante internacional en su posición y no que lo dejen solo ante las peticiones de dimisión.

Podríamos trasladar aquí los artículos los Convenios de Ginebra, columna vertebral del Derecho Internacional Humanitario y quedaría claro como el agua que no se está respetando ni un solo punto pero… ¿a quién le importa? Parece que a quienes tienen la posibilidad y el poder de hacer algo no, y que también en esta ocasión -al igual que cuando escribí sobre este conflicto en mayo de 2021- tengo que reconocer, con tristeza, que me temo que nada cambiará.

Pero sin duda me niego a ser cómplice del silencio.

Ruido

En estos días siguiendo el «culebrón» del PP y sus protagonistas Ayuso y Casado, y pensando en mi entrada del blog me percaté una vez más de lo facilísimo que es que nos dejemos envolver en el ruido constante que a nuestro alrededor existe y se genera, que se propaga con facilidad en una sociedad cada vez más adormecida y centrada en salir adelante y sobrevivir a un día más, a los horarios laborales, a la búsqueda de empleo, a la conciliación familiar, a una sanidad saturada y demasiado lenta y así un largo etc.

Un ruido que nos hace olvidar en seguida cualquiera de los problemas que existen y que afectan a la que se supone debería ser la espina dorsal de cualquier sociedad, más si hablamos de las denominadas democráticas: los derechos humanos, y sobre todo, su respeto.

El cine recoge en muchas ocasiones historias basadas en esa realidad que el ruido diario oculta bajo titulares y noticias que se convierten en actualidad trepidante durante 48 horas y luego son sustituidas por otras nuevas, dejando en la base -cada vez más abajo- las que siguen ahí siempre y a las que parece que como con las vacunas contra el virus «nos inmunizamos». Una prueba de ello, por ejemplo, las cifras de contagios diarios de COVID19 que sin llegar a los 1000 casos por cada 100.000 habitantes nos quitaban el sueño hace dos años, y ahora superados los más de 2000 ni si quiera le prestamos atención. Por no hablar de las cifras de muertes diarias que se registran que, aunque sean 300 personas a las que se lleva por delante el virus, respiramos tranquilos porque ya no son las más 1000 diarias que llegamos a oír y muchos a sufrir. Normalizamos.

Quizá no pase a la historia entre las mejores películas, pero sí creo que todos y todas deberíamos verla porque por lo menos nos sirve para darnos cuenta que no, que no debemos normalizar lo que es moralmente inaceptable: la muerte de cientos de personas ahogadas en el mediterráneo que huyen en busca de una vida digna y con sus derechos básicos respetados, arriesgando todo lo que tienen hasta la vida de sus propios hijos.

Mediterráneo nos sitúa en el año 2015 cuando las costas griegas y Lesbos se hizo famoso y todos localizamos en el mapa ese punto geográfico porque hasta allí día sí y día también llegaban y se hundían pateras. Cientos de personas que desembarcaban en aguas de Europa, procedentes de Turquía, y que se ahogan en esas orillas donde ninguna organización ni administración les prestaba ayuda. Y poco a poco, muy poco a poco, gente voluntaria decide acudir en su tiempo libre, sus vacaciones a echar una mano, entre ellos el empresarios Oscar Camps, origen de la conocida organización Open Arms. Una película sencilla, pero con un mensaje claro: no dejar en el olvido todo lo que hicieron y siguen haciendo desde esta asociación para prestar ayuda a los migrantes ante la ineficacia y la indiferencia de las administraciones que deben tomar cartas en el asunto.

Con las luces y sombras que surgieron en torno al creador de Open Arms y su labor, me quedo con lo mucho que él y todos los voluntarios siguen haciendo. Me quedo con esas escenas de la película en la que con los medios justos, motos de agua de su propia empresa, horas y horas de neopreno mojado y vigilias mirando hacia el mediterráneo, nos hacen sentir la humedad, la angustia que de quienes se ahogaban y luchaban por su vida, sumada a la desesperación de quienes intentaban salvarlos. Imágenes que sin ser reales, lo son y siguen repitiéndose día sí y día también en esas mismas aguas que dan título al largometraje. Por ello, películas como Mediterráneo son necesarias y deberíamos verlas todos, para por un momento eliminar el ruido que nos rodea.

María José Llergo se hizo con el Goya a la mejor canción original con «Te espera el mar»

Un ruido que disipa la voz clara y cristalina de María José Llergo poniendo letra a la tragedia que se vive en el mediterráneo, ese mar que para muchos es un lugar de disfrute de vacaciones o la ruta de uno de los cruceros que puede hacer anualmente; ese mar al que se refiere la cantante afirmando que «creo en la ley de lo mares, donde nadie es ilegal. Mientras que la ley de los hombres sea más cruel que la del mar». Una triste realidad.

Los talibanes oprimen a las mujeres afganas, son enemigos de la cultura, atacan el cine, los valores democráticos… han masacrado a miles de inocentes en nombre de la religión», ha señalado en su discurso en los Goya. «No reconozcáis el régimen de los talibanes…» Ha recordado que «las mujeres afganas viven prisioneras«.

Tan triste como la que los afganos, 6 meses después de que las cámaras hayan retirado el foco sobre el país y la decisión de Estados Unidos de retirar sus tropas, de las repatriaciones, de mensajes reclamando que nadie se olvide de los derechos que el régimen talibán pisotea -sobre todo los de las mujeres que quedan reducidos a la nada absoluta- no se escuhan, no se oyen porque hay demasiado ruido que lo impide.

Por eso en la noche de los Goya, en la que Mediterráneo con siete nominaciones destaco de la gala el discurso de la cineasta afgana Sahraa Karimi que rompe el silencio al que se han visto sometidas miles de mujeres en Afganistán. Su mensaje, que sonó por encima de los intereses partidistas y geopolíticos y nos recordó que tras la actualidad momentánea, la vida la vida sigue, y con ella los derechos y libertades de miles y miles de personas son pisoteados diariamente.

Un discurso al que han dedicado algo más de tres minutos, que ha devuelto Afganistán a las cámaras y a los medios durante unas horas… tras las que el ruido lo ha vuelto a tapar.

Afinemos el oído y escuchemos. No dejemos de hacerlo.